Érase una vez un músico que dijo en una entrevista: “Mientras haya un niño que le arranque las alas a las libélulas, seguirán existiendo las guerras”.
Antes de que leyera y reflexionara sobre esta sabia sentencia, las libélulas ya me resultaban fascinantes. Mi hermana y yo las observábamos hipnotizadas sobrevolar la alberca verde y resbaladiza de mi abuelo, donde nos bañábamos los veranos de nuestra niñez. Y nunca se nos ocurrió arrancarle un ala a ninguna porque eran seres hermosos, perfectos. Confieso que intentábamos cazarlas. Nos acercábamos sigilosas por detrás y cuando tenían sus apéndices multicolores unidos en alto apretábamos nuestros dedos diminutos como tenazas y las apresábamos dando saltos y lanzando gritos de victoria como danza ritual. Sabíamos que no les causábamos daño alguno porque luego las posábamos en nuestros índices y allí permanecían durante unos segundos eternos mirándonos con sus ojos enormes y curiosos. Creo que sentían la misma atracción y afecto por nosotras. Sin duda, era un sentimiento mutuo.
Mi hermana y yo también jugábamos a cazar mariposas, pero esa afición duró poco, realmente hasta el día en que mamá nos descubrió y nos echó una bronca que no olvidamos jamás. ¡No se tocan las mariposas!- gritó furiosa al tiempo que se transformaba en un ogro deforme. Y siguió clamando a los cielos mientras nos explicaba el motivo sagrado e irrevocable que nos llevó a disfrutar de los insectos más majestuosos de la creación tan solo mirándolos.
Tocar a las mariposas las conducía directamente a la muerte, pues al cogerlas, según entendimos a mamá, el polvo fino de sus alas quedaba impregnado en nuestros dedos y ya no podían volar nunca más.
Aquella revelación nos inquietó para siempre y decidimos no ser cómplices de una catástrofe irremediable. Queríamos disfrutar de la belleza, no asesinar a nadie. Porque una mariposa que no vuela, muere.
Volar. Era eso lo que nos fascinaba de las mariposas y las libélulas, seres fabulosos que surcaban los aires libremente, sin prisas, sin miedo, deteniéndose en la flor más apetitosa, en la gota de agua más atrayente. Nos habría encantado ser hadas y, en realidad, lo éramos porque teníamos nuestra propia forma de volar. Fue un regalo que nos enseñaron nuestros padres poco tiempo después de nuestra llegada a la Tierra. Mi hermana y yo pasábamos tardes y noches enteras tocando, abriendo, acariciando unas alas mágicas que nos transportaban por el mundo entero. Éramos capaces de alcanzar las galaxias más lejanas y los planetas más extraordinarios. Surcar los mares bravos, atravesar las tormentas sanguinarias y regresar a casa con vida. Y estas aventuras de iliada eran posible cuando agarrábamos entre nuestros dedos una clase de alas muy especial con perfume a madera: las hojas de los libros.
No recuerdo ningún instante de mi vida que no haya estado rodeada de libros. Papá es un devorador de páginas y la mayoría de las paredes de casa están revestidas de un color muy singular, el de los tomos que como un camino de baldosas amarillas nos conduce a los mundos más fabulosos. Mamá siempre recuerda que antes de que yo aprendiera a leer inventaba historias con los dibujos de los cuentos. En mi particular camino de baldosas amarillas los zapatos rojos de Dorothy eran mi imaginación.
En los libros encuentro lo que nadie me da. Ellos contienen y completan lo que me convierte en persona: el pensamiento, la reflexión, la comprensión de otras realidades a mil grados de distancia de la mía. Los libros son mi paz. El descubrimiento. La revelación.
Y cuando escribo existo en la mayor plenitud inimaginable. Me como la vida, la saboreo, la escupo, la mastico. La cincelo, la alabo hasta el punto extenuante de la adoración. Escribir es vivir y morir en el mismo instante eterno. Disolverte en el polvo del tiempo y volar a un cosmos que aún no se ha inventado. Crear es uno de los mayores dones humanos. Pero todo don tiene su lado oscuro, su parte de condena. Los escritores solo somos pobres locos solitarios que si queremos seguir vivos no podemos dejar de luchar contra el monstruo que habita en lo más tenebroso de nuestra cueva. A veces quieres morir, morirías cuando no puedes escribir y no sabes solucionarlo.
El don es un abismo en penumbra, lleno de claroscuros barrocos.
Si el escritor no escribe está muerto. Como la mariposa que pierde el don de volar. El escritor necesita sentirse vivo cada día. Necesita tener mil vidas dentro de sí mismo, mil personajes que vomitar en las páginas blancas de un libro infinito. Virginia Wolf se suicidó. Poco antes de morir, Kafka pidió que quemaran toda su obra. Vicent van Gogh se cortó una oreja y, al igual que Nietzsche, acabó en un manicomio. El monstruo terminó devorándolos.
Pobres condenados a quienes los cielos señalan con un don. Se pierden en sus tinieblas interiores durante los días, durante los siglos que no pueden dominarlo. El monstruo engulle sus entrañas y se relame de placer. Pero ¡oh, misterio! Cuando todo explota alrededor, cuando el malvado cíclope desaparece y queda a solas con sus mundos, emerge el don. En realidad no es suyo, no son ellos, es un ente extraño, a veces es su mejor aliado; a veces, el adversario más feroz.
Y así es como los escritores pasamos nuestros días: luchando para llenar de polvo de hada las hojas, para que el monstruo no nos devore, para que los niños conozcan a las libélulas y para que nunca dejen de volar las mariposas.
Porque el día en que todos los niños sostengan frente a su nariz y contemplen con curiosidad a una libélula, dejarán de existir las guerras.
¡Feliz Día del Libro!
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Isaac Páez
Excelente e inspiradora…
David
Grandes comentarios y para nada algo loca, tienes los pies bien puestos en la tierra, quizás las libélulas y mariposas ese ansia de volar nos fascina, por cierto no te pierdas las mariposas monarca en México, es verdad que como me dice un amigo músico y que busca guitarras, habla con los luthiers porque cuando las están haciendo forjan el sonido del instrumento y por cierto felicidades a tu padre por ser un ratón de biblioteca, la hija está muy bien educada, tus padres un gran ejemplo. Sigamos viendo a los insectos alados
Raquel Pérez López
Sin palabras….